Una ventana al progreso del campo colombiano
A finales del año pasado la Organización Mundial del Comercio anunció el acuerdo de eliminación de subsidios a la exportación de productos agrícolas. Excelente noticia para los países en desarrollo que llevaban décadas trabajando en esta solicitud para garantizar la seguridad alimentaria y el desarrollo del campo, a través de la igualdad en las condiciones comerciales internacionales. La medida entró en vigencia el pasado diciembre para las naciones desarrolladas, mientras que, para las emergentes habrá un plazo, que podría terminar en 2018 o incluso en 2030, de acuerdo con el nivel de pobreza.
Este “acuerdo histórico” es una esperanza para el golpeado sector agrario colombiano, ya que ofrece oportunidades para lograr una mayor integración al comercio internacional y por lo tanto, un mayor nivel de crecimiento. No obstante, estos avances no tendrán efecto mientras no se solucionen los problemas que agobian al sector en el país.
En los últimos años la actividad agropecuaria: silvicultura, caza y pesca, perdió participación dentro del PIB total en Colombia, al pasar de 8% en 2000 a 6% en 2014. Así mismo, el uso del suelo para la producción de bienes agrícolas se redujo 2,9%, entre 2011 y 2014; mientras que, las importaciones de alimentos y materias primas registraron un crecimiento en volumen de 9,3% y en valor de 6,3%, entre enero y septiembre de 2015. Las cifras del PIB del sector señalan la inestabilidad en crecimiento en los últimos años, al presentar fuertes picos de desaceleración en 2010 (-2,3%) y 2012 (-0,7%).
El sector también se enfrenta a las difíciles condiciones climáticas y al aumento en los costos de los insumos derivados de la devaluación. Pero además de la situación coyuntural, hay problemas estructurales.
En primer lugar, en la cadena de valor, los intermediarios son quienes obtienen el mayor beneficio de la actividad, en la mayoría de subsectores el sistema oligopólico le permite a éstos tener poder de mercado, de tal manera que compran los productos a precios tan bajos que desincentivan la producción; en segundo lugar, al obtener rendimientos financieros tan bajos, los productores no cuentan con recursos suficientes para mantener una estructura administrativa y financiera adecuada, y menos aún con el nivel tecnológico requerido para su desarrollo y crecimiento; en tercer lugar, los altos costos en transporte debido a la infraestructura vial no les permiten el acceso a los principales centros de comercialización; y cuarto, la formación en capital humano es muy baja.
Las diversas reuniones con productores del sector en las que he asistido, me permiten hacer un llamado a las autoridades gubernamentales encargadas, para que no sólo se preocupen por aumentar el número de programas de asistencia, sino que incorporen en éstos un plan riguroso para evaluar el impacto real de los que se lleven a cabo. El desperdicio en recursos es enorme, debido a la ausencia de diagnósticos completos que permitan soluciones adecuadas. Adicionalmente, se requiere una política de incentivos, pero no sólo financieros sino también en formación, que generen conciencia sobre la importancia del campo y su aporte a la humanidad al garantizar la seguridad alimentaria.
Está conciencia la tenemos todos, pero si trabajar en el campo es sinónimo de pobreza y explotación ¿quién va a querer continuar desarrollando esta actividad? El Gobierno debe ofrecer las condiciones que garanticen calidad de vida para el productor y su familia. Ojo hacedores de política, el objetivo no es demostrar gasto social, sino evidenciar su eficacia.