En una época en la que las soluciones parecen estar en la alta tecnología, en los algoritmos, en los satélites y en la inteligencia artificial, quizá la más poderosa esté literalmente bajo nuestros pies. La tierra, esa que nos ha alimentado desde siempre, sigue siendo el punto de partida. Y es allí, en su discreta profundidad, donde hoy emerge una alternativa transformadora: devolver los residuos al suelo, no como desecho, sino como recurso.
Cada año, la agroindustria de la caña en Colombia procesa más de 22 millones de toneladas de caña, generando no solo azúcar, etanol y energía, sino también una importante cantidad de residuos orgánicos: más de 6 millones de toneladas de bagazo, además de vinazas de la destilación del etanol, cachaza de la limpieza de jugos, cenizas de la cogeneración y residuos foliares del corte. En total, se producen más de 15 millones de toneladas de subproductos al año, todos con alto potencial para retornar al suelo como insumos biofertilizantes mediante procesos de compostaje.
Para producir una tonelada de compost se necesitan entre 2,5 y 3 toneladas de residuos orgánicos. Al cierre de 2024, el sector reportó más de 250 mil toneladas de compost utilizadas como enmienda en los cañaduzales. Detrás de este proceso hay un universo de microorganismos que trabajan en silencio para mejorar la fertilidad. Esta práctica ha permitido reducir significativamente el uso de fertilizantes nitrogenados y fosfatados, cuyos precios y disponibilidad han sido inestables, debido a las disrupciones logísticas globales postpandemia y a las tensiones internacionales que han afectado el comercio de estos productos.
Pero su impacto va más allá del costo. Estudios han demostrado que su aplicación mejora la estructura del suelo, aumenta su capacidad de retención de agua, estimula la actividad microbiana y ayuda a conservar el carbono en el suelo. En zonas donde las lluvias son irregulares o los suelos han sufrido degradación, estas mejoras son clave para enfrentar los efectos de la variabilidad climática.
También ha logrado transformar la economía del campo. No es un secreto que los fertilizantes sintéticos representan uno de los mayores costos de producción y su precio está sujeto a la volatilidad de los mercados internacionales. Contar con una fuente local, estable y de bajo costo se convierte en una ventaja estratégica.
Y no solo se trata de economía. También importa, y mucho, el ambiente. Gracias a estos productos se ha reducido la presión sobre cuerpos de agua y se han evitado emisiones de gases contaminantes por la descomposición inadecuada de los residuos. Con esta circularidad, se minimiza el desperdicio y se contribuye de forma activa a la restauración.
Las oportunidades sociales no se quedan atrás. La operación de plantas de compostaje, el seguimiento del proceso y la elaboración de productos derivados, ricos en materia orgánica y elementos esenciales para el campo, requieren mano de obra calificada y conocimiento técnico. Esto contribuye al empleo rural con enfoque en sostenibilidad, innovación y gestión ambiental.
Así que no es solo un "buen abono". Es una forma de entender el valor de lo que antes se consideraba residuo. Es una apuesta por una agricultura circular, que se reinventa, respeta los ciclos naturales y cierra brechas entre productividad y sostenibilidad. Es una herramienta concreta que aporta a la seguridad alimentaria, energética y ambiental del país.